A
continuación se muestra el pregón de las fiestas de San Juan del año 2012 en Bogajo, realizado por
Miguel Ángel del Arco Bravo:
PREGÓN DE LAS FIESTAS DE BOGAJO 2012
Todo lo aprendí en Bogajo
Dicen los entendidos en pregones que para inaugurar una fiesta
correctamente, y que los oyentes no se duerman, es necesario que la
parrafada no se alargue demasiado, que lo bueno si breve dos veces bueno.
Vamos a intentar ir por ahí.
Los pregones eran proclamas que se hacían voceando por las calles, era la
forma de anunciar las mercancías que se vendían de manera ambulante.
Pregones hacían también los alguaciles del ayuntamiento, tras tocar la
bocina en los torales. Así salía la gente de las casas y se enteraba de las
novedades del ayuntamiento: una junta, unos pagos, una orden, unos plazos.
Se espera de un Pregón que diga algo nuevo y que recuerde a la vez algo ya
pasado sobre la historia del pueblo.
Y del buen pregonero que esté alegre y tranquilo, que no se desmadre
demasiado y se muestre cercano. Yo os puedo decir que estoy contento de
estar aquí y que no me desmadraré. Aunque tranquilo no estoy.
Dicen que el Pregonero debe de acompañar el Pregón con sus propias
vivencias, sin olvidar que él no es el protagonista, sino más bien un
figurante en la historia que el pregón va desgranando.
Esto es lo que tengo más claro: Yo soy figurante afortunado de la historia
de Bogajo. El cronista de lo que vio, de lo que le contaron y seguramente de
lo que imaginó. Un hijo del pueblo que aunque viva fuera nunca se ha
olvidado de donde es. Así que me toca vocear desde aquí unas pocas novedades
y algunos recuerdos.
Voy por tanto a anunciar las fiestas, que este año son verdaderamente
grandes y rumbosas. Cena, verbena, encierro, corrida, disfraces, más
verbena, bailes charros. Todo un alarde.
Y os recordaré por si alguno tiene dudas lo importante que es ser de Bogajo.
De paso, también voy a deciros que tenéis un alcalde joven y con ganas de
trabajar, así que deberíais aprovecharlo.
Y al alcalde le diría que no pierda el entusiasmo, que no se desanime, que
lo más grande que puede hacer un cargo político es mirar por toda la gente
de su pueblo. Que tiene que mejorar las cosas y procurar que todo el mundo
esté a gusto y contento. No es fácil, pero ese es el reto.
Bien, cada vez que miramos atrás nos preguntamos cual ha sido la época más
importante de nuestra vida, la que más nos ha marcado o la más feliz. Es
difícil responder a eso porque la vida está hecha de muchos pequeños
detalles, de momentos, de encuentros, de personas, de decisiones, de
casualidades. Realmente se compone de todo eso.
Yo he hecho ese ejercicio más de una vez porque van cayendo los años y
aparecen hechos aquí y allá, momentos, personas, lugares, dudas, trabajos,
viajes, recuerdos. Y me he dado cuenta de que muchos de esos momentos acaban
yendo a Bogajo, o pasando por Bogajo, o están relacionados con algo de
Bogajo. Es decir, terminan teniendo que ver con mi pueblo.
Será porque lo más feliz de mi vida coincide con la infancia y la
adolescencia, y esas etapas las pasé en Bogajo. Será que lo que más y mejor
se queda es lo que se aprende de chico. O porque la infancia está
relacionada con tiempos de inocencia y de juegos, y todo eso lo tuve yo aquí
hace unos cuantos años.
Dicen que somos lo que aprendemos de niños, y si es así pues soy lo que
aprendí aquí.
Pero además aquí se encendió, sin yo saberlo, la vocación de ser luego
periodista y escritor. Es decir, aquí, en Bogajo, se me despertó el gusto
por contar historias. Desde que me recuerdo me gustó saber qué le pasaba a
la gente, cómo se relacionan las personas, qué ocurre en el mundo, cómo es,
entenderlo, y contarlo.
Y para eso, para saber lo que pasa, hay que aprender a escuchar, estar
atento. Creo que Bogajo es el mejor espacio para eso. El mejor sitio para
escuchar y para aprender.
Recuerdo cómo me gustaba oír lo que decía la gente mayor. En el taller de
Colas, donde iban los vecinos a que les hiciera una puerta o a charlar un
rato; en el molino cuando se iba a moler, mientras se esperaba el turno; en
la solana con las mujeres cosiendo; en las noches de serano con los vecinos
al fresco hasta las tantas; en la fragua, en los bares, en el baldío. Son
lugares que recuerdo llenos de historias, de charlas, de novedades que la
gente se contaba. Los mayores hablaban y nosotros escuchábamos.
En todos los sitios donde se juntaba la gente mayor yo me recuerdo
escuchando, imaginando, atando cabos. Los mayores hablaban entre ellos del
pueblo, de las fiestas, del tiempo, del ganado, de pastores, de ovejas, de
la gente que había emigrado, de la que se estaba yendo a Bilbao o a Francia,
o había vuelto. Hablaban de bodas, de bautizos, de desgracias… Otras veces
contaban de gente que discutía, o que no se hablaba, o que se ennoviaba.
De la guerra se hablaba poco, y cada vez que salía algo yo ponía la oreja,
pero enseguida cambiaban de tema los viejos, se veía que era un asunto
doloroso que no se sacaba.
A veces hablaban en voz baja, con sobreentendidos, con medias palabras, y
entonces se disparaba mi imaginación: entre lo que oía y lo que imaginaba,
me construía yo mi propia novela.
Seguramente todo lo que sé del pueblo viene de aquellos tiempos. Escuchando,
escuchando aprendía como se nombraban las cosas, lo que significaban las
palabras, cómo se llamaba la gente, cuando había que sembrar...
También aprendí a entender las frases que tenían doble sentido, y los
silencios, que a veces dicen tanto. Todo eso, que luego me ha venido bien
para mi profesión, lo aprendí en mi pueblo desde chico. De modo que Bogajo
fue una buena escuela.
El Bogajo que yo recuerdo es mágico, puede que fuera así o puede que sea
como yo lo he imaginado o como lo soñé. Ya sabéis que la memoria es
selectiva, que tiende a quedarse con lo bueno y olvidar los ratos oscuros,
de carencias, de necesidades, de enfados, que también los hubo, seguro.
La misma cosa, contada por dos personas distintas puede parecer diferente.
¿Alguno miente?
No, es que lo vivieron de otra manera, lo que a uno le pareció bien a otro
no tanto. Todos tuvimos el mismo maestro, pues seguro que unos lo recuerdan
atento, sabio, paciente y simpático, y para otros fue despistado, duro,
creído y seco. Y lo mismo con el médico, o el cura.
Los recuerdos buenos se mitifican, incluso llegan a exagerarse. Pasa con las
aventuras que cuentan los mayores y los jóvenes escuchan pensando, ya será
menos. Porque tendemos a creer que nuestro tiempo fue el mejor, el más
feliz, o el más difícil, o el de más mérito.
No quiero hacer yo eso desde este balcón, porque cada generación, cada
quinta, seguro que tuvo sus momentos buenos y sus momentos malos. Y tampoco
es verdad que cualquier tiempo pasado fuera mejor. Seguro que los jóvenes de
hoy se divierten en Bogajo tanto o más que sus padres y sus abuelos, seguro
que tienen tantos motivos o más para querer a su pueblo.
Cada uno tenemos una imagen del pueblo. La mía está unida a la infancia y a
la adolescencia, llenas de trabajo duro, de aprendizaje, de descubrimientos
y de buenos ratos.
El trabajo duro fue duro de verdad, segar los tres surcos doblando el
espinazo a pleno sol es más fuerte que algunos deportes de élite. No sé yo
si a Rafa Nadal o a Cristiano Ronaldo se le daría bien segar.
A lo mejor eso me dio la oportunidad de aprender el valor de las cosas, del
esfuerzo para conseguirlas. No estoy muy seguro. Yo siempre le decía a mi
padre que por qué no compraba una máquina de segar, en lugar de andar con la
hoz por aquellas tierras largas del baldío a las que no se le veía nunca la
punta.
Los veranos eran duros. Venir del colegio y sin casi saludar a los amigos se
empezaba enseguida con el heno. Luego la siega, la cebada, y la avena, el
centeno y el trigo.
Luego acarrear, con aquella pareja de vacas lentas, que si encima se traía
lo segado del baldío, se echaba el día para un carro.
La trilla, y la limpia, que llegaba a ser desesperante porque dependía del
aire, y podía pasarse varios días sin que se moviera ni una brisa.
Y después meter la paja. Y ahí ya nos llegábamos a la feria de Villa Vieja.
Pero entre medias había más trabajos, los garbanzos, las patatas, el ganado.
Y en cuanto llegaba septiembre, otra vez al colegio. Era mucho sudor y
muchos callos en las manos.
Pero todo ese trabajo tan duro estaba compensado por los buenos ratos y por
las fiestas. Entre medias de tanto esfuerzo y tan pocas vacaciones, estaba
la felicidad. Ir al bar, o pasar un rato en un portal riendo con los amigos
y las amigas era lo más grande. Todo el cansancio se iba cuanto te lavabas y
remudabas para ir a hacer fiesta.
Además, todas esas tareas duras del verano transcurrían entre las fiestas,
que era lo que realmente importaba. Y procurábamos no perdernos ni una.
Nos dábamos prisa con el heno para ver si se acababa antes de San Juan. Y
las ganas de fiesta hacían más llevadero recoger la hierba.
La siega se acababa para las fiestas de Cerralbo, la trilla más o menos para
las de Vitigudino y, por fin, apurábamos para acabar la limpia y estar
libres para las de Villa Vieja.
Pero claro, lo primero era San Juan. Llegaban las vacaciones y uno no
pensaba ni en acabar los exámenes ni en el trabajo que esperaba en el
verano. Lo que estaba deseando era que llegara San Juan.
De San Juan me acuerdo, de muy niño, de los encierros y las corridas. De los
puestos de caramelos, de los cohetes. Y luego ya de mocito, del baile en el
salón de Eusebio, en el centro o en las escuelas de aquí de la Plaza.
Pero sobre todo me acuerdo del cine, y de una película. Se titulaba ‘La
condesa de Hong-Kong’. Después sabría que el director fue Charles Chaplin,
Charlot. Se me ha quedado grabada porque oímos decir a la gente mayor,
seguro que alguno del ayuntamiento, que era algo subida de tono, y que salía
Sofía Loren. Así que todos los amigos nos encendimos y nos entró gran
curiosidad. Fue aquí, contra las paredes de la escuela. Y efectivamente
salían Sofía Loren y Marlon Brando, aunque de subida de tono, poco.
El cine lo tengo muy relacionado con Bogajo. Venían unos señores de
Bañobarez y ponían un cartel en el centro, escrito a tiza, con el título de
la película y si era tolerada o no. A veces no entrábamos, o por falta de
dinero o porque no era tolerada. Mirábamos por la ventana, que si era verano
estaban abiertas, y veíamos y oíamos algo, desde los escalones de la
panadería de la señora Petra. Si era invierno, nada.
Por la tarde de los domingos veíamos la tele en el centro y cuando llegaban
los de Bañobarez, a la hora del cine, echaban a toda la gente para que
fueran a sacar la entrada, por la ventana que está junto a la puerta.
Algunos mozos lograban colarse. Se metían debajo de la tarima y salían
cuando se apagaban las luces, ya empezada la película.
Se me quedó el gusto por el cine, por ese invento asombroso que hacía que
pasaran cosas en la pantalla.
En realidad el cine y la televisión son dos adelantos mágicos y relacionados
con mi infancia y con Bogajo.
Aquí los descubrí.
El primer aparato de televisión que llegó se colocó aquí, en el
Ayuntamiento. Luego se trasladó al centro, que se llenaba de gente, sobre
todo cuando había corrida.
Nunca se me olvidará la noche que hicimos en el centro mis padres, mi
hermana y yo, con otros vecinos, para ver llegar al hombre a la luna.
Pasamos allí la noche, hasta altas horas de la madrugada, alucinados con
aquellas imágenes en blanco y negro, que iba comentando Jesús Hermida, un
periodista que luego seria muy conocido.
No veíamos gran cosa, sólo figuras borrosas, unos hombres vestidos de buzos
como flotando por un terreno poco estable, pero era muy emocionante:
estábamos asistiendo al instante en que el hombre llegaba a la luna. Un
momento histórico.
Estuvimos hasta las tantas. Eso si, a las dos o tres horas, arriba, que
había que ir a segar. Recuerdo que tocaba en los Cuadros Bravíos y desde
luego no estaba el cuerpo para muchas siegas. Pero hicimos las dos cosas: la
siega no se podía perdonar, pero vimos cómo el hombre pisaba la luna. Estoy
hablando del año 1969. Ya ha llovido.
Aquí descubrí y aprendí.
Aprendí palabras, costumbres, nombres de animales, de plantas y hasta de
piedras. Aprendí comportamientos, cómo deben hacerse las cosas y cómo deben
ser las personas, leales, honradas y cabales.
También descubrí olores y sabores, aunque haya salido algo-bastante
comisque, en realidad, delicado, como los de Bogajo.
Olores del pan recién hecho en las panaderías, el de la tierra cuando se
mojaba, o el del heno. El olor del hornazo lo reconocería en cualquier sitio
y el olor de las calles llenas de tomillo el jueves de corpus tampoco se me
olvida.
Y el paisaje. Muchos creemos que el paisaje de Bogajo es el más bonito del
mundo, ¿por qué será? Está tan prendido en la retina y en la memoria que lo
reconoces cuando ves uno parecido en cualquier parte del mundo.
Si ves robles, te recuerdan a los de la Bardera y los del Monte; si encinas,
a las del Carrascal; y ninguna encina tiene tanto mérito y tanta historia
como la Encina arrengá.
Si te encuentras con una orografía de peñas y andurriales, enseguida se
representa el paisaje de Valjondo; pasas entre una hilera de chopos en
cualquier parte de España o del mundo y piensas en los chopos del Salegar,
que ya no están, pero yo los ví poner. Por cualquier río que pasas lo
comparas sin querer con la Ceña o con el puente.
En Bogajo uno aterriza, y es una sensación única asomarse al alto de los
Gejos o del cementerio, ya vengas por Villavieja o por Yecla. Mi mujer y mis
hijos se ríen porque dicen que me cambia la cara en cuanto me asomo a Bogajo.
Aquí descubrí sin que nadie me lo dijera otra cosa. A echar una mano, a
trabajar en equipo, la solidaridad. La motila, la mataza, meter el muelo...
Daba gusto ver cómo acudían vecinos y parientes a ayudar. Pero eso eran
momentos esperados, citados, avisados. Lo conmovedor era cuando pasaban
imprevistos, un accidente, un carro que se atascaba en el barro, una domona
especialmente brava, una vaca que quedaba entrizada en una peña, o recoger
una parva porque se ha puesto a llover de repente, o una desgracia, no
digamos un fuego.Y veías cómo acudía toda la gente. Se remangaban, se
juntaban y se echaban una mano. Nadie hablaba de eso, nadie decía hay que
ayudar. Se aprendía viéndolo hacer.
Era emocionante ver a tanta gente juntarse a arrimar el hombro, luego era
una fiesta haber hecho el trabajo o solucionado el percance y verlos juntos
en una buena merienda.
El Bogajo que yo recuerdo estaba lleno de gente siempre pendiente de echar
un capote, con lo que yo me hacía la idea de un lugar ideal en el que nadie
estaba solo, todos amparados.
Lleno de gente. Ahora quedáis menos, pero yo la infancia la recuerdo llena
de gente en las escuelas, -las de la plaza, las de la cuesta y luego las del
caño-, en la iglesia, en el baile, en las fiestas.
A los niños de hoy a lo mejor se les hace difícil imaginarlo pero las
escuelas de la plaza, antes de trasladarnos a las entonces nuevas del caño,
estaban llenas de niños y de niñas. Tanto que hacíamos peleas y guerras, a
veces en broma a veces en serio, los de arriba contra los de abajo. Y la
línea divisoria eran las escuelas. Igual podíamos contar veinte o treinta en
cada lado.
Siempre había muchos para reñir o para jugar, a las cuatro esquinas, el
hinque, al escondite, el marro. También al futbol, claro.
A lo mejor no éramos tantos pero el Bogajo que yo recuerdo estaba lleno de
gente. Lleno de mujeres lavando en los caozos del caño o los de la fuente,
porque también ahí había el pueblo de arriba y el pueblo de abajo, como en
las eras, las de la Fuente Perenal y las del Campo la Huerta.
Lleno de hombres en la fragua, aguzando las rejas. Y en los bares, porque en
algún momento de mi tiempo hubo cuatro a la vez. El boliche de Eusebio, el
del señor José Márgaro, el de Venancio y la taberna de la señora Manuela.
Así que estaba lleno de gente en las fiestas de las madrinas, lleno de gente
joven el Jueves Merendero en la peña Resbalina o la peña del Hornito, o el
día del hornazo.
Y, claro, lleno en San Juan.
Lo que yo esperaba con más ganas era el día del Hornazo y San Juan. Dos
fiestas unidas al baile y a los amigos y las amigas. Dos cosas que siempre
me gustaron mucho, las fiestas y el baile, y las amigas, y los amigos.
Recuerdo mucho el día del Hornazo. Alguien nos dejaba una casa vieja, como
ahora las peñas, supongo, y la barríamos y la acondicionábamos. Comíamos
allí el hornazo y bailábamos. No se me olvidará en una de las casas, como si
fuera hoy, un baile sin música. Era así, cantábamos todos, imaginaros con
que ritmo y entonación, un pasodoble, o una canción de la radio y
bailábamos. Podría recordar hasta con qué niña bailaba ese baile cantado.
Cuando comíamos el hornazo en la estación nos peleábamos con los de
Fuenteliante.
Jugábamos al futbol con ellos, pero nunca acababa el partido, porque antes
reñíamos y nos amenazábamos.
Eran los momentos de presumir de pueblo, de estar dispuestos a lo que fuera
por Bogajo. Pero recuerdo que era con los de Fuenteliante con quienes había
esos piques. A los demás pueblos, Yecla, Cerralbo, Villavieja, Bañobarez,
Lumbrales, Vitigudino, ibamos a las fiestas, al baile y a los bares, pero no
había esa rivalidad.
Ahí ni insultábamos ni retábamos, aunque también presumíamos de pueblo. Nos
animábamos y cantábamos en las fiestas de esos sitios. Cantábamos en el
pueblo al que fuéramos, a altas horas de la noche y cuando cambiábamos de
bar. A veces ya íbamos cantando en el mismo coche, casi siempre en del pobre
Paco, mi primo y amigo, que nos dejó tan pronto.
Siempre cantábamos la misma canción, una y otra vez.
Si nos preguntas de donde somos,
contestaremos en alta voz,
somos de un pueblo muy pequeñito
se llama Bogajo y es el mejor.
Si nos preguntan que si es bonito,
contestaremos que mucho no,
pero que tiene unos mocitos
que roban el alma y el corazón.
No nos cansábamos de cantarlo, de gritarlo, y no se me ha olvidado.
Es imposible, pero me gusta pensar que sigo siendo aquel mocito que cantaba
con Paco, con Joaquín, con Juanma, con Juan José, con Juan Antonio, con
Isidro, con José Piruchi, que también nos ha dejado tan pronto.
Estábamos orgullosos de ser de donde éramos.
Como tampoco me ofendía, al contrario, lo que me recordaban algunos amigos
de Villavieja, "eres más delicado que los de Bogajo".
Los de Villavieja lo decían un poco o un mucho por fastidiar. Para mi el ser
delicado se convirtió pronto en un cumplido, como un honor, un sello. Ellos
lo decían con retranca y yo, lejos de tomarlo como una ofensa, lo veía
siempre como un halago. Porque si miramos lo que dice el diccionario,
delicado tiene que ver con ser elegante, y fino, pulcro, primoroso. Es ser
exquisito, sutil, diferente, refinado, distinguido. También es ser tierno,
suave, apacible, cortés, atento. Todo eso es ser delicado, como los de
Bogajo.
Como digo, todo lo aprendí en Bogajo. Las palabras, los animales, las
estaciones, los aires, las plantas, la manera de ser. Hasta la manera de
decir.
No es fácil hacer un pregón, y la prueba es este, que está saliendo a
trompicones.
El sentido común dice que debe ser breve, así que debo ir acabando. Porque
además acordé con el alcalde hablar entre veinte y veinticinco minutos. Y
creo que ya se han cumplido. Y que habrá hambre y parece que nos van a dar
de cenar
Este es mi pueblo y aquí aprendí todo. Como la mayoría de vosotros, he
trabajado duro, he bailado, cantado, reído, hemos llorado y nos hemos
enamorado.
Tengo buena memoria y me acuerdo muy bien de cada momento de dicha. Pero
sobre todo sé muy bien de donde soy.
Muchas gracias por darme la oportunidad de decir alto y claro, desde aquí
arriba, que estoy orgulloso de ser de Bogajo,
Y que es un honor dar la salida a las fiestas de mi pueblo.
Que haya salud para todos.
A pasarlo bien, a divertirse.
Muchas gracias.